miércoles, 1 de abril de 2015

Dominus flevit


Los Santos Evangelios datan la escena en torno al episodio de la entrada del Señor en Jerusalén, poco después o en el mismo transcurso de la llegada de Cristo a Jerusalén; en San Mateo y San Marcos Jesús profetiza emocionado la próxima ruina y destrucción de la Ciudad Santa y su Templo (Mt. 24. 1-3 Mc. 13. 1-4); en San Lucas, desde el Monte de los Olivos, Cristo se conmueve al ver la Ciudad y llora: "...et ut adpropinquavit videns civitatem flevit super illam..." (Lc 19, 41), dolido por la perfidia de su pueblo, que le rechaza, siendo su Mesías. Por este pecado, Jerusalén será asaltada y el Templo destruido.

La voluntad humana de Cristo está uniendo a la divina del Verbo sus afectos, sus emociones. En el entendimiento de la comunicación de idiomas, decimos que Dios lloraba por Jerusalén amando a Jerusalén y dolido por su ciudad. Por ningún otro sitio podemos decir que ha llorado Dios, siendo para Él la Jerusalén terrena, la histórica, objeto especial de su querer. Un particular misterio del gran misterio del amor de Dios.

Cuando aparece más tarde en el Apocalipsis, Jerusalén desciende de lo alto (Ap 21, 2 y ss.) como si hubiera sido subida al cielo, siendo allí purificada, restaurada, recreada y glorificada. Como si el Señor se la hubiera reservado con precioso celo para convertirla en parte de su triunfo final, morada capital para su Reino eterno.

Por la muerte y resurrección de Cristo, en cierto correlato, hubo también una pasión de Jerusalén, que Cristo lloró, y habrá una gloria de Jerusalén que con Cristo Rey advendrá.


"...benedicat te Dominus ex Sion et videas bona Hierusalem omnibus diebus vitae tuae!"



+T.